Misa en domingo
La madre del pequeño no lo podía creer cuando le pedía ir a misa los domingos. Rarezas de un niño de seis años, se decía. Esto le acrecentaba el orgullo materno que, ante la menor oportunidad, expresaba sin pudor. A mi hijo le gusta oír misa, escuchar la palabra del Señor, presumía. Ella sólo veía lo que quería ver, y explicaba únicamente lo que podía explicar. El Señor clavado en la cruz está ahí por nuestra culpa, dijo, cuando el pequeño le interrogó sobre su dramático estado. ¿Por nuestra culpa?, ¿pero qué hicimos? preguntó insistente. La mamá no respondió, y un silencio de atavismos clavó en su pueril mente una duda injusta y dolorosa. No obstante, y con semejante herencia conceptual a cuestas, el niño se entregaba a la grata experiencia del canto colectivo. Nada entendía de la monserga religiosa lanzada desde el escenario, y no importaba, él se conectaba intuitivamente con aquel ambiente que la música coral generaba. Y lo disfrutaba, al grado que cantaba al unísono, sin siquiera saber a ciencia cierta el significado de la prosa, cantaba a la par que todos, sin pena, con toda la ingenuidad que la niñez concede y permite.
Nunca comprendió la madre que aquellas visitas a la casa del Señor representarían para el pequeño sus primeras experiencias estéticas en el campo musical. Y qué bueno. El tipo con los años, y con la turbulenta energía que la adolescencia otorga, tocó la flauta dulce, y practicó durante doce meses el saxofón alto, con pentagrama por supuesto. Además, se deshizo de la pesada cruz de absurdos credos a golpes de preguntas, ironías y sarcasmos. Aquellos baquetazos se convirtieron, para bien o para mal, en su forma de vida. De la música sólo le queda el sueño de tener, algún día, un grupo de jazz.
A veces, un rabioso anhelo lo invade luego de tanto tiempo. Le gustaría ser niño de nuevo, e ir desmemoriado, desaprendido, y despreocupado a cantar, a cantar con todos más fuerte, más alto, y gritar, para que los administradores de la fe abandonen el templo despavoridos y dejen de mercar con la sombra que los siglos han dejado de eso, inexistente, que llaman Señor.