sábado, julio 26, 2008

INVENTARIOS

Higos

Era un ritual magnífico, lleno de aromas, sonidos e imágenes inquietantes. Recorrer junto con su madre la vieja zona del mercado para llegar al local, donde le surtían de frescos y verdes higos era, para aquel infante, como entrar por la boca de un gigante y arrancarle un diente de oro. Luego, con el botín, desbordado de frutos en la reja de madera, se lanzaban en pos de un taxi, y de ahí, a casa. Cada joya era lavada con sumo cuidado por la mujer. Con cuchillo en mano dibujaba una línea sagital que cortaba casi en dos al diamante virgen. Reunidos todos en un enorme crisol de metal eran ahogados en agua azucarada, en un hervor que parecía no tener fin. El tiempo, ese desdichado tetrarca inventado por el hombre huía. Los caminos oscuros y amargos desaparecían, la casa se inundaba de un aroma infinito, inagotable. Aquella fragancia estaba en todas partes, en el piso, en las camas, en la comida, en los juegos vespertinos, en los atardeceres veraniegos. Qué olor tan dulce aquel, que algún día fue.

Pasaron los años, y aún, la madre, de vez en cuando elabora tan mágico festín, aunque en menor magnitud y cantidad. El niño, quien la giganta vida le ha arrancado varios dientes ya, apenas entendió, no hace mucho, que aquel ejemplo de entrega gracias a la transformación de la materia fue la herencia materna más importante, y el recuerdo, el refugio más dulce.