Desde aquel rincón del universo
Gente. Gallinas amarradas de sus patas como ramos de flores, tiradas en el piso. Mujeres. Cajas de cartón llenas de bolsas transparentes, repletas como globos, de un manjar luminoso, con aroma a leche. Hombres. Sombreros con la huella de largas horas de sol, y de soledad, sobre sus cabezas. Niños, muchos. Guajolotes echados como inmutables lamas, meditativos, en espera del final ineludible. La puerta trasera del camión se abría, y de un salto, el niño y su padre descendían. Qué extraña manera de bajar, pensaba el pequeño. Vaya forma de alunizar, sin luna de por medio. La nave de cuatro ruedas se alejaba al vaivén del calor sobre la carretera asfaltada, hasta convertirse en un punto, allá, en la borrosa línea del horizonte. Piedras. Un sinuoso camino de árida tierra daba la bienvenida a los visitantes. Casa de madera. Árboles, no muy grandes, vereda de verde seco y serenos ocres, pálidos, casi transparentes por el peso de la luz. Otra casa. Y, a no mucho tiempo de andar, el hogar de la abuela paterna aparecía, y en el, una señora de blanca piel les daba la bienvenida con olor a leña quemada, impregnado en su sonrisa y abrazo. El niño nada sabía entonces de los conflictos de aquél ámbito familiar; muy alejado estaba, aún, de los desdichados astros en que se daban las más absurdas peleas entre los miembros del clan. Llevaba consigo, adherido a su piel, la ingenuidad, su mejor traje espacial. Y era tanta, tanta la hermosa llanura del solitario lugar, que sólo había que esperar a que cayera la noche para contemplar las estrellas, desde aquel rincón del universo, nada más.