La cura
La bruja fue la última opción para el pequeño, luego de intentar, sin éxito, acallar con psiquiatría las imágenes que lo hacían hablar sin sentido al pie de la cama, con los ojos redondos como luna llena. Sesiones repetidas, pero espaciadas en tiempo, se aplicaron para curar el espanto. La mujer de cabeza blanca llenó su boca de vino jerez, y succionó, con minuciosa sabiduría, las entidades malhechoras a través de la piel recién bañada del niño, embriagándolas en la etílica trampa contenida entre sus labios, paladar, y lengua. Al final, con la fuerza de su aliento, soltó el cargamento purificado sobre el cuerpo de él en un chorro huracanado de infinitas gotas de oscuro licor. Una oración brotó de la garganta de la anciana, más bien un murmullo, casi inaudible, para asegurar por intercesión el trabajo hecho. Dos premoniciones reveló a la madre. Mente, o corazón, cualquiera de las dos. Pero de la soledad, y del dolor de hartazgo, no dijo nada.
Nunca, en lo porvenir, han desfilado espectros ante el paisaje de su mirada. Nunca ha escuchado los misteriosos cánticos que los fantasmas siembran en el viento. Tampoco lo han tocado las manos de quienes, creyéndose aún vivos, navegan erráticos en el mar del sufrimiento. Nunca. Ha sido tanto el ruido del mundo que ha preferido callar para escuchar el pulso del universo que musita debajo de espantosas plegarias. En el vino tinto ha encontrado el mágico abrazo femenino que lo acaricie por dentro, y lo proteja de los demonios de la realidad heredada. En el tabaco el amigo que mejor lo escucha en silencio. En los libros, benditos, la ventana en que dialoga con las palabras vivas de algunos muertos memorables. Hasta que un día entendió por qué, de la soledad, nada le dijeron, nada.