Herencias
Nunca logró, llegada la noche del viernes, amanecer con su hermana y su madre en un lunes cualquiera, como si nada, lograr que el tiempo diera un salto cuántico en las infinitas posibilidades del aquí y ahora. Era muy pequeño aún, y los niños nunca saben que son magos hasta que, transcurrida la vida, ven la imagen de lo que fue en el distorsionado espejo de los inventarios. Tampoco durmió, a pesar de las optimistas recomendaciones de la madre, desde la cama era inevitable escuchar la irrupción del padre en casa transfigurado en ángel caído de la madrugada. Su dolor, ahogado en las profundas cavernas del licor, duraba hasta que oteaba el sol sobre el mar. Qué raro sufrimiento el de aquel hombre. En su efímero tinglado de alegría sus demonios abrían las puertas de iracundas bestias que jamás debieron salir, jamás. Cuando llegaba la luz huían de su cuerpo las energías, y, cual títere de su desventura terminaba aislado, por días, entre las sábanas que la realidad, cruda, cubre a los enfermos de soledad. Con los años cada uno, como pudo, huyó de él y de su oscura sombra de inasequibles secretos. Ahora, a lo lejos, quien fuera niño y potencial nigromante, desde su favela de austeras libertades sabe que aquel viejo muere de a poco, solo y triste, a la espera de respuestas que nunca llegarán. Lo sabe. Hay partes de las herencias que son ineludibles, como las maldiciones.